Memorias de mi padre: Jacinto y las almendras.
Es curioso como cuando te falta un ser querido, éste se hace
presente de forma mucho más intensa y profunda de lo jamás habrías imaginado.
El otro día iba a buscar a Paula al colegio y cogí un puñado
de almendras. Bueno de “almendrucos” como se ha dicho siempre en mi casa. Todo
porque me he descuidado a niveles que jamás pensaría haber llegado, y por
saciar ese hambre que tengo con algo que alimenta, pero que es sano, y que por
otro lado, me gusta, y mucho.
El caso es que metí un puñado en mi bolsillo, y en lugar de
devorar como loco almendras puñado a puñado, iba metiendo una a una, y
comiéndola poco a poco.
Por un momento me transporté a casa de mis padres, y
enfrente mía, mi padre, royendo una almendra. Y es que Jacinto siempre llevaba
almendras en el bolsillo, era algo inherente a él.
Las comprábamos tostadas, siempre en el “frutos secos”,
caras, muy caras, pero las compraba a granel, a él no le gustaban las que vendían
ya embolsadas. De hecho, en una ocasión fue a “Cáscaras” (así se llamaba la
tienda de frutos secos) a decir que las habían cambiado y estaban fatal, que si
era algo temporal porque no podría comprarlas. Imaginar cuanto gastaba en
almendras que… ¡las cambió de nuevo!, o bueno, quizás confiaba en el criterio
de mi padre.
El caso es que era difícil no encontrar un momento en el que
notaras que estaba con una dándole y dándole vueltas, y es que no podía
masticarlas. Yo creo que debían llegar ya casi directas para pasar digeridas de
las vueltas y vueltas que le daba a la almendra.
A veces iba yo a por las almendras, no sé cuántas serían,
pero era un bolsón… un señor bolsón.
Cuando llegábamos a casa, las pelábamos, bueno, las pelaba
él, yo me ponía un rato, también mi hermano, y las que no podía pelar, me las
comía, o bueno, las que podía, porque tampoco dejaba que comiéramos todas. A
veces, acababas con la piel de los dedos arrugada e irritada de pelar y pelar,
y de la sal de la cáscara.
Recuerdo la luz tenue de la salita de nuestro antiguo piso,
y posteriormente en el avance de la cocina en el piso nuevo, poniendo un paño
donde las pelábamos para que no quedaran las cáscaras por toda la mesa.
Luego, de nuevo volvían a su bolsa, ya peladas, e iban al
alto del armario de la salita o en el de la cocina del piso nuevo, como si aún
tuviéramos 5 años y fuéramos a devorarlas. No, teníamos edad suficiente como
para cogerlas sin apenas estirarnos, y apenas las tocábamos (que podíamos comer
¡eh!), porque Jacinto era mucho Jacinto, y sólo una mirada imponía.
Y ahora aquí estoy escribiendo porque lo que antes era
anecdótico, llevar ahora almendras en el bolsillo me hace sentirme un poco más
cercano a su memoria.